Sarangkot
Por Leandro Mesanza - Gen 94 - Viaje 2001
En la noche del viernes primero de junio de 2001, varios miembros de la Familia Real del Reino de Nepal, entre ellos el Rey; fueron encontrados muertos en una de las lujosas habitaciones del Palacio Real, en una céntrica zona residencial de la ciudad de Katmandú; capital del país. Según la versión oficial, el magnicidio habría sido llevado a cabo por el hijo del Rey, que se habría quitado la vida momentos despúes de cometer los asesinatos. Mientras tanto, el pueblo señalaba furiosamente al propio hermano del Rey, acusando al heredero del trono de ser el autor intelectual de un complot macabro para acceder al poder. En las calles de la ciudad; los primeros enfrentamientos con la policía, rompían con la tensa calma de las primeras horas posteriores a la tragedia, y hacían vislumbrar días de violencia generalizada.
En la mañana del sábado 2 de junio de 2001; un avión tocó el suelo del Aeropuerto Internacional de Katmandú, con al menos ochenta estudiantes de Arquitectura a bordo, totalmente ajenos a los trágicos sucesos de la noche anterior.
Tres días despúes…
…Dilmaya jugaba sola. Sus rodillas descalzas acariciaban el suelo polvoriento y su pelo negro se enredaba con la brisa del mediodía. Hacia girar tres o cuatro muñecas de trapo descoloridas, mientras su dulce voz de niña entonaba una sencilla canción de ronda. De tanto en tanto, detenía el juego abruptamente, y rezongaba a las muñecas como si alguna se hubiese equivocado; y luego de dar las indicaciones pertinentes, sonreía y comenzaba a cantar nuevamente, restándole importancia a lo sucedido, como una madre perdonando alguna de las travesuras de sus hijos.
Así transcurría su día; abstraída del universo que la rodeaba, inmersa en aquel mundo mágico que su niñez de sus hijos.
Así transcurría su día; abstraída del universo que la rodeaba, inmersa en aquel mundo mágico que su niñez le regalaba.
Mientras tanto su hermano Krishna merodeaba una vez más los alrededores de aquel sitio donde apenas acabábamos de almorzar. Esta vez; nos enseñaba cómo se escribía su nombre en su idioma, y nos pedía a cada uno de nosotros que anotáramos los nuestros en un cuaderno con el que siempre acarreaba. Una vez complacido su pedido, Krishna tomó su cuaderno y salió corriendo cuesta abajo, hasta desaparecer entre las casas. Unos minutos despúes, volvió con una sonrisa más grande que su boca, y agitado por la subida, nos mostró en su cuaderno debajo de cada uno de nuestros nombres, la correspondiente traducción en su lengua nepalí.
Krishna era un niño fascinante. A pesar de sus once años, manejaba muy bien el inglés. Pensábamos que seguramente lo habría aprendido hablando con los visitantes que año tras año recorrían la región. Desde nuestra llegada, Krishna había sido nuestro particular anfitrión; se había integrado al grupo tan naturalmente, que por momentos teníamos la extraña sensación de que nos hubiese estado esperando. Iba y venía constantemente. A veces aparecía solo; a veces acompañado por Dilmaya, su pequeña hermana; en otras ocasiones lo secundaba su amigo Durga, algo más callado que él y un par de años mayor quizás. Pero no pasaba mucho tiempo y desaparecía nuevamente, bajada y se perdía en el pequeño laberinto de casas, o subía hacia lo alto en dirección al mirador.
Así transcurría nuestra increíble sobremesa; hipnotizados por el aura luminosa de aquel sitio, alimentándonos de la eterna frescura de la niñez; y despreocupándose por fin; de las situaciones inesperadas con las que nos habíamos enfrentado desde nuestra llegada de Nepal.
Es que los últimos días habían sido muy extraños y todo había sucedido muy rápidamente. Junto con ocho compañeros, habíamos decidido abandonar la ciudad de Katmandú, a causa de la incipiente revuelta social generalizada, que se desataría tarde o temprano a causa de los trágicos hechos de la noche del viernes. La decisión no había sido nada fácil. Nos preguntábamos por qué habría decidido el destino lanzarnos a aquella aventura inesperada, colocándonos en ese espacio y en ese tiempo; en aquel país lejano, descubriendo atónitos los últimos acontecimientos y adivinando sus posibles consecuencias. ¿Qué debíamos hacer? Quizás debíamos ahondar agudamente en las señales que revelaban los rostros de la gente en las calles, que reflejaban el dolor de esas almas por las pérdidas de esos reyes tan queridos. Desentrañar los misterios que encerraban los espontáneos rituales de luto; los hombres esperando su turno para cortarse el pelo en peluquerías improvisadas en rincón de la ciudad, o las mujeres llevando sus ofrendas florales a los pies de los incontables altares recordatorios que ellas mismas levantaban sin importar dónde; una auténtica muestra masiva de devoción, como jamás habíamos visto. Intentar comprender las reivindicaciones del pueblo protestando en las calles; enfrentándose a la policía en busca de alguna explicación, que mitigara la indignación por la mentira y por la injusticia.
O quizás debíamos sumergirnos en esa “otra ciudad” que convivía con el dolor. Esa “otra ciudad” que seguía regalando a quien quisiera ver; un ovillo interminable de imágenes cotidianas llenas de vida y de energía; transpirando belleza en sus calles convulsionadas y en sus mercados casi vacíos. Disfrutar de esa gente que continuaba trabajando como cualquier día; ofreciendo sus productos ambulantes, o construyendo sus humildes casas como ahínco. Esa gente que regalaba sonrisas a extraños como nosotros, riendo generosamente a pesar de todo.
No podíamos dejar de conmovernos ni por la tristeza y el desconsuelo del pueblo; ni por la belleza única de aquel mundo; pero permanecer allí se tornaba cada vez más peligroso; y sobre el mediodía del domingo, luego de los funerales de la noche anterior; se rumoreaba que el ejército pronto decretaría toque de queda, y optamos por abandonar la ciudad esa misma tarde, en busca de seguridad y tranquilidad.
Y allí estábamos; en un sitio tan efímero como un déja vu; a medio camino entre la Tierra y el Cielo, o quizás un poco más cerca del Cielo que de la Tierra. Un pequeña escondite del mundo, una acrobacia de la Naturaleza. Un puñado de casas con sus techos de chapa, colgadas osadamente de un peñón rocoso muy empinado; desde donde se vigilaba el lago Pokhara, que bañaba la ciudad del mismo nombre, la segunda más poblada del Nepal. Entre piedras y tierra, un único camino serpenteaba entre las simples construcciones que lo flanqueaban desordenadamente; y trepaba tortuosamente hasta lo alto del peñón, convirtiéndose en el final; en un fanático mirador, desde donde casi se podían tocar el cielo y las montañas con la punta de los dedos.
Estábamos a los pies del Himalaya, donde éramos muy pequeños. Estábamos en Sarangkot, un lugar al que jamás hubiésemos llegado de no ser por una de esas sorprendentes travesuras del destino.
La tarde avanzaba sigilosamente sobre la terraza del mirador, en lo más alto del peñón. Allí; jugábamos a las cartas sobre una mesa improvisada con tres tablas y dos cajones, sobre las que caían una a una las piezas del juego de turno. Krishna había aprendido rápidamente. En seguida nos dimos cuenta de que no era lo que se dice un buen perdedor; y cuando no ganaba, se enojaba por las bromas que le hacíamos; se levantaba y salía corriendo por el camino y regresaba instantes despúes; o bien se alejaba hasta el otro lado de la terraza donde dos hombres conversaban mientras escuchaban una pequeña radio, quizás enterándose del desarrollo de los acontecimientos en la capital.
El día anterior, al volver del lago; habíamos subido al mirador para admirar el crepúsculo, pero las nubes nos envolvieron completamente ocultando y oscureciendo el espectáculo al que habíamos asistido. Pero aquella tarde sería diferente, lo sabíamos o tal vez lo deseábamos; en cualquier caso no hablábamos de eso y a medida que se acercaba la hora, una tensión casi imperceptible se adueñaba de la mesa de juegos. Mirábamos de reojo intentando no desatender la partida y poco a poco nos ilusionábamos al ver que las nubes estaban más bajas que el día anterior y no parecían ser una amenaza esta vez. Nos aproximábamos a lo que seguramente sería nuestra última noche en Sarangkot, ya que debíamos regresar a Katmandú para unirnos al resto del grupo que se encontraba encerrado en el hotel casi desde l allegada del país, aguardando que se abriera el aeropuerto para volar hacia la India y continuar con nuestro itinerario oficial de viaje, cosa que sucedería de un momento a otro según las últimas novedades.
Krishna lo sabía, y estaba más inquieto de lo habitual. Interrumpía el juego para preguntarnos por qué no nos quedábamos más tiempo; cosa que todos deseábamos a pesar de que era prácticamente imposible.
El Sol daba los últimos pasos de su recorrido diario, y a cada instante iba entonando el ambiente con una fantástica variedad de claroscuros. Aquel atardecer sería único e irrepetible. Detuvimos el juego mientras pasaba por detrás de las nubes y los colores se hacían más opacos. Logró asomarse nuevamente y la luminosidad regresó una vez más y cuando ya casi tocaba su horizonte quebrado, iluminó las laderas de las montañas circundantes; coloreando los picos nevados, que devolvían destellos amarillentos y anaranjados; agregando nuevas pinceladas a la gama de colores.
Cuando el Sol desapareció totalmente detrás de las montañas el cielo comenzó a apagarse transmutándose lentamente hasta convertirse en una noche más.
Fui el último en bajar del mirador.
Tres años despúes…
Sarangkot – Nepal. Algún día de principios de junio de 2004; quizá miércoles o jueves.
Querida familia:
La vida es extraña; ¿ no les parece? Levanto la vista para ordenar mis palabras antes de dejarlas en el papel y a través de una pequeña ventana de madera veo una montaña; a lo lejos, muy lejos; una montaña muy alta, más alta que todas las que la rodean, la más alta y la más hermosa; o al menos la que a mí más me gusta. Conozco de memoria esta imagen que se dibuja en mi ventana todas las mañanas y todas las tardes. Siempre es la misma aunque a veces la tape la bruma, aunque a veces la ilumine el Sol, aunque juegue con más o menos nubes; siempre es la misma imagen. Despúes de tres años me siento su dueño aunque nadie lo sepa o aunque a nadie le interese. Es importante para mí, porque es única. Solo desde aquí, desde mi habitación, sentado en esta silla en este preciso lugar, y solo a través de esa ventana que yo mismo construí y que yo mismo coloqué, esa imagen existe. Pero la comparto, no soy egoísta. Cuando tengo visitas se las enseño a mis amigos; aunque no estoy seguro de que ellos comprendan exactamente lo que significa para mí. Es mi lugar en el mundo; esas montañas, esta pequeña casa que yo mismo levante con tanto amor, es la razón por la que siento este inmenso placer de escribirles una vez más para contarles sobre mi nueva vida. Esta nueva vida por la que aquella noche tibia, tres años atrás; decidí quedarme y no seguir con mis compañeros aquel viaje que tanto había soñado. Es que no necesitaba más que esto, un pequeño rincón en el mundo, rodeado de gente simple y auténtica. Claro que también me hubiera gustado seguir viajando con mis amigos, y también me gustaría compartir esto con ustedes, que son mi familia y que tanto los extraño. Sé que no me entienden a pesar de que se que me apoyan, como siempre lo han hecho; y que he intentado explicarles las razones por las cuales he decidido establecerme aquí, y lo único nuevo que se me ocurrió para decirles que ya no les haya dicho, es que si Dios verdaderamente existe, en Sarangkot estoy más cerca de él.
Pero no quiero aburrirlos con mis tontas conclusiones, tengo mucho para contarles. Espero que hayan recibido las fotos que les mandé la última vez. Las fotos de mi casa, y las fotos que le mandé la última vez. Las fotos de mi casa, y las fotos de mis amigos; especialmente las de los niños; bueno, Kirshna ya es todo un hombrecito a sus catorce años, pero Dilmaya sigue siendo una niña, y sigue conservando sus viejas muñecas de trapo descoloridas con las que a veces juega todavía. He aprendido mucho del idioma, Krishna me enseña y es muy buen maestro. Yo les enseño español a ellos y a otros niños de Pokhara, y juntos aprendemos cada vez mejor el inglés por el contacto que tenemos durante las temporadas de montañismo, que traen de paso mucha gente de Europa y Estados Unidos; algunos de ellos vienen todos los años y nos hemos hecho muy buenos amigos, quizás ellos encuentren también algo especial en este pequeño rincón del universo.
Pero lo más lindo que tengo para contarte, y de lo que me siento muy orgulloso, es que ayer por fin pudimos inaugurar el pequeño que les conté que estábamos construyendo; ya saben que me he vuelto una especie de arquitecto constructor del pueblo. Ayer proyectamos la primera película: Cinema Paradiso en dos funciones, ya que acudió mucha gente desde la ciudad.
Es una construcción muy simple, pero que nos contó mucho trabajo. Las paredes son de adobe y el techo de chapa bien aislada, las butacas son de madera forradas con tela con hojas secas adentro, y se sienten bastante cómodas. La pantalla es una tela blanca resistente tensada por los cuatro lados del tamaño de toda una pared; y el proyector lo donó un alemán que viene todos los años y que en pocos días más, estará por aquí para asistir a una función en su honor.
La ceremonia de inauguración fue muy sencilla. Descubrimos una enorme madera tallada por mí, con la inscripción del nombre del cine en nepalí, y en español por supuesto: “El cinecito de las nubes”, ¿Qué les parece? Quien sabe, quizás algún día puedan venir a visitarme y de paso ver una película de estreno, yo recuerdo perfectamente el tipo de película que a ustedes más les gusta.
Les cuento también que el equipo de fútbol de Pokhara en donde yo juego, no está muy bien que digamos en el campeonato local, pero aquí nadie se hace mucho problema, se toma como un deporte y como una ocasión de confraternización, ya que despúes de cada partido los dos equipos se juntan para realizar una celebración muy amistosa.
Antes de despedirme les tengo que contar un pequeño secreto. En estos tres años, varias veces he estado a punto de dejar todo una vez más y volver con ustedes; los confieso, ya saben que extraño mucho el Uruguay y los extraño mucho a ustedes y a mis queridos amigos de allá. Pero al final siempre decido quedarme. Cada vez que tengo ese sentimiento llevo a cabo un pequeño ritual. Bajo al lago cerca del atardecer. Eso me lleva alrededor de una hora desde Sarangkot, cuesta abajo por un trillo entre los árboles y los arbustos. Una vez abajo. Rodeo el tramo de la orilla del lago desde el lugar donde termina el camino de bajada, hasta un muelle, ya entrando a la ciudad, donde tienen botes cuando yo quiero. Entonces tomo un bote con dos remos y me dejo deslizar en el agua, muy lentamente casi sin remar, alejándome de la orilla hasta sentirme lo suficientemente pequeño con relación a lo que me rodea. Una vez allí dejo de remar y dejo que la suave marea me vaya llevando para donde quiera, mientras espero el atardecer. Durante la mayor parte del año; cuando el Sol comienza a ocultarse detrás de las montañas bajas que rodean el lago, exactamente por el lado opuesto sale la Luna y durante unos minutos, quizás cinco, diez o quince, dependiendo de la época del año, el Sol y la Luna comparten por un rato el cielo sobre el lago. Observo hacia un lado y hacia el otro; el Sol apagándose poco a poco, escondiéndose por detrás de las montañas, salpicando el cielo de colores hasta desvanecerse; la Luna, del otro lado, haciéndose cada vez más luminosa contrastando con un fondo cada vez más oscuro y profundo, hasta que la noche se adueña del cielo y la Luna sigue sola su recorrido nocturno. Luego me quedo unos minutos boca arriba en el bote, escuchando el sonido musical del agua golpeando la madera gastada hasta que me siento en paz. En ese momento emprendo el retorno lentamente hasta amarrar el bote en el muelle. Esas noches duermo en la posada de mis amigos, los dueños de los botes; y a la mañana siguiente regreso a Sarangkot, lleno de alegría y energía para empezar una nueva jornada de trabajo.
Eso es todo, quería compartirlo con ustedes; ahora los dejo porque se me hace tarde, hoy el cielo está despejado y además habrá luna llena; así que voy a aprovechar a bajar al lago, creo que hoy será día de ritual.
Los quiero y los extraño mucho…, ¡hasta pronto! ¿Quién sabe? ¿La vida es extraña, no les parece?
La narración precedente fue premio mención en la segunda edición del Concurso Literario de la Facultad de Arquitectura, llevado a cabo durante el año 2004. Asimismo, fue publicada en la recopilación “Next flight. Relatos de estudiantes de arquitectura por el mundo”, durante el año 2005. El jurado de dicho concurso estuvo compuesto por Washington Benavides, Rafael Courtoisie, y Marcos Castaigns. Transcripción para el Proyecto Plexo: Bach. Victoria Gonzalez.
Publicado por Fernando García Amen | 22 de abril de 2015 - 09:56 | Actualizado: 22 de abril de 2015 - 10:03 | PDF
Palabras clave: concurso literario, facultad de arquitectura, gen 94, leandro mesanza, next flight, sarangkot, viaje 2001